Recientemente mi hijo mayor, tuvo un problema en el colegio que hizo que se me encendieran todas las alarmas y ocupó, durante unos cuantos días, mis horas de sueño.

¿Qué puedo hacer para que se sienta mejor? ¿Se me está escapando algo? ¿Lo sobreprotejo? ¿Debería manejar esta situación de forma diferente?

Son preguntas que todos los padres nos hemos hecho en algún momento determinado ¿verdad? Sobre todo a partir de ciertas edades en las que ya no son bebés y ellos empiezan a vivir y a sentir sus propias experiencias.

En todo este proceso, una vez más, he aprendido mucho de mis hijos. De todas las conclusiones que aún voy diseccionando, hay una que me maravilla. Me maravilló hace ya años cuando empecé a trabajar con niños, me sigue maravillando a diario cuando estoy en consulta y me maravillo ahora mismo al sentirlo en primera persona de la mano de mis hijos.

Hablo de LA INOCENCIA.

Los niños son inocentes por naturaleza y eso les convierte en seres casi mágicos. No tienen prejuicios, no piensan mal, no sienten odio, no juzgan al prójimo. Se creen a pies juntillas todo aquello que les decimos y son capaces de defenderlo allá donde vayan, contra viento y marea.

Son fieles.

Sabéis perfectamente de qué hablo. Nuestra vida cotidiana está llena de ejemplos: los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez, Papá Noel… no importa que en el mismo día los vean en la tele, en el centro comercial y en el cole repartiendo chuches. No piensan más allá, no usan la lógica aburrida de los adultos. Creen lo que ven, creen lo que les contamos; eso les hace feliz y punto. No usan el sentido común, afortunadamente ¡digo yo! Ya tendrán tiempo de usarlo cuando sean mayores.

Volviendo a mi hijo por el que hoy escribo estas líneas, él tenía tantas ganas de superar el miedo que había generado, que siguió al dedillo todas las recomendaciones, sin saltarse ni una. Porque está claro que los niños saben lo que quieren, pero también saben lo que NO quieren. Y mi hijo quería dejar de sentir todo aquello que le estaba bloqueando. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Y todas sus fuerzas utilizó hasta vencerlo.

Los niños gozan de unos recursos que nosotros jamás volveremos a tener… son esos truquitos mágicos que se los dan sus altísimas dosis de INOCENCIA. Les encanta ponerle a todo un toque de fantasía, les gusta porque en el fondo se lo creen. Y eso es maravilloso. Esa inocencia les hace poderosos de verdad.

Cuando los adultos tenemos problemas, nos anticipamos, prejuzgamos, exageramos, somos tremendistas, pesimistas, perdemos la confianza… y todo ello por haber dejado atrás nuestra arma más poderosa: la inocencia.

Estar rodeada de niños me contagia su manera de ver el mundo. En ocasiones, fuera de mi trabajo, he tenido que escuchar que soy demasiado inocente. ¿Por qué los adultos nos empeñamos en darle esa connotación negativa a la palabra inocente? ¿Pues sabéis que os digo? que si esos retazos de inocencia que se resisten a desaparecer de mi interior, hacen que vea la vida de otro color y alegran mis días, bienvenidos sean.

Me emocioné estos días al ver a mi hijo contarme con todo tipo de detalles, los truquitos que había hecho para superar su ansiedad.

  • Mamá, lo hice todo: el ejercicio de la vela, el de las palmitas; los hice hasta 15 veces y de pronto, ¡funcionó!

Sus ojos hablaban . Me contaba sus logros como si fuese la primera vez en mi vida que escuchaba algo parecido y yo, por supuesto, le escuchaba con mis cinco sentidos y con la misma atención que prestaría si de pronto me encuentro a un elefante rosa bailando claqué en el salón de mi casa.

En la mente de un niño no cabe otra posibilidad: “Si mi mamá me dice que esto va a funcionar, funcionará”.

Nosotros, los padres, pasamos mucho tiempo con nuestros hijos, pero los profesores, en muchas ocasiones, más aún. Ellos también juegan un papel importante en su educación y desarrollo. A veces , fijamos nuestra atención en detalles que quizá no sean tan importantes en cuanto a nivel de exigencia, exámenes, disciplina… Pienso que el ser mejor o peor maestro no radica únicamente en los conocimientos que les inculquen a nuestros hijos, si no en que tengan siempre presente que delante de ellos, día tras día, tienen a personas que sienten, que sufren, que piensan y que están forjando un proyecto de vida.

Y volviendo a esta maravillosa edad, me gustaría compartir con vosotros una anécdota de mi hijo cuando tenía dos años y medio.

Esto que es voy a contar es la máxima expresión de inocencia:

Una tarde de verano en Asturias, decidimos hacer una gran merienda familiar en casa y vinieron un montón de invitados a pasar la tarde. Carlitos se pasó las horas jugando con su tío Moisés al que no veía desde hacía más de un año, por lo que no se acordaba de él.

Moisés es un hombre que debido a su profesión, rodeado de niños de día y de noche, goza de un magnetismo increíble con los más pequeños. Su simpatía, su sentido del humor y sus inagotables ganas de hacer disfrutar a los niños, le convierten en el compañero de juegos ideal de cualquier niño.

Moisés le proponía un juego tras otro y las carcajadas de mi hijo se oían en toda la casa. Fue una tarde inolvidable. Cabe decir que Moisés es de Guinea Ecuatorial y sí, es de raza negra. Pero es que además tiene unos enormes ojos “blancos” y una interminable sonrisa, más blanca aún.

Cuando estábamos ya en la cama recordando el día tan bueno que había pasado, le pregunto a Carlos: “Cariño, ¿de qué color es Moisés?

Abriendo muchísimo los ojos y las manos, Carlitos me contesta: ¡Es blaaaaaanco!

El niño, carente de prejuicios, vio a su tío tan luminoso que no lo dudó ni un instante: Blanco. El blanco de sus ojos, el blanco de su sonrisa…no vio nada más. Y yo, por supuesto, no le corregí. Enmudecí, sonreí, le di un beso de buenas noches y deseé con todas mis fuerzas que el tiempo no pasara y que nadie le arrebatara nunca esa inocencia.

Publicaciones Similares