Fin de semana. Decides hacer algo especial y entre todos habéis elegido un bonito restaurante para comer. Además, habéis avisado a unos cuantos amigos con niños de las edades de los tuyos por lo que la diversión (y la dispersión) están aseguradas.
Una se esfuerza en que sus hijos coman verduras y fruta TODOS los días. Repito, todos los días. Una dedica buena parte de la hora de la cena en decir, eso sí, siempre con una sonrisa en los labios:
- Venga chicos, picad de la ensalada, ¡está buenísima!
Una se levanta todos los días 10 minutos antes para cortar la fruta en el desayuno y si se llevan tres uvas y dos gajos de mandarina en el cuerpo, eso que hemos ganado.
Una da ejemplo e incluso hace cosas que en solitario jamás haría como es pelar las naranjas para que los niños se las coman. ¡Ains! qué tiricia me da, qué le vamos a hacer.
Una repite hasta la saciedad la importancia de comer de una forma saludable.
- Cariño, si comieses en el almuerzo galletas de chocolate todos los días, con el tiempo tendríamos que ir al dentista a arreglarte las caries que con toda seguridad te saldrían.
Una limpia el pescado y lo cocina aún aborreciendo el olor que se queda en la casa con tal de que sus pequeños cuerpos se carguen de Omegas tan saludables para su desarrollo.
Una discute día tras día en el supermercado cuando ellos intentan convencerte que todos los niños de su clase llevan chocolatinas en el almuerzo y ellos son los “raritos” con su bocata de jamón serrano y su botellín de agua.
Una hace uno y mil gestos de amor con tal de educarles en el consumo de alimentos sanos y ricos huyendo de los productos envasados cargados de grasas TRANS y azúcares.
Y haces todo esto para que luego llegues al restaurante y lo primero que te diga el camarero sea:
- Tenemos menú infantil: Nugguets de pollo y patatas fritas (congeladas, por supuesto). Para beber, un refresco y de postre: ¡Un helado!
Menos mal que soy una experta en el disimulo y de mi cara no salió ni un solo gesto que desvelara la puñalada que acababa de recibir en el centro del pecho, ahí justo, donde más duele.
Con la más dulce y encantadora de mis sonrisas le digo:
- No está mal, pero se me ocurre lo siguiente: si nosotros vamos a tomar ensalada, a los niños póngale una buena fuente también. Si de entrada hemos pedido unos boquerones y unos mejillones al vapor, póngales a ellos también. Y de segundo: un buen arroz de magro y verduras. ¡Ese mismo! ¡El que nos vamos a comer los mayores!
El camarero que no tiene las artes del disimulo que yo tengo ni estudió en la escuela de arte dramático que yo estudié, me mira con cara de:
- Qué graciosilla… Pues mejor, más fácil para todos- alcanzo a leerle en su pensamiento.
- ¿Y para beber? ¿Vino cómo ustedes?- me pregunta el camarero con una sonrisa más falsa que el teléfono de juguete del bebé de uno de mis amigos.
- No, gracias, aún no tienen el paladar tan fino como para apreciar el buen vino que sirven en este restaurante- le contesto guiñándole un ojo- Con un par de botellas de agua grandes, tienen suficiente.
- Muy bien- contesta él. ¿Y de postre? Por ir preparándolo… – pregunta con curiosidad.
- Pues de postre, como se van a comer todo, todo y todo ¿verdad chicos? – les digo a todos ellos que me miran atentamente – un variadito de postres caseros y….
- Sí, sí, no me lo diga – me interrumpe el camarero- ¡Y un buen plato de fruta!
- ¡BINGO! – Le contesto entre los vítores y aplausos de los niños alabando la paciencia y el arte del camarero.