Creo que uno de los instantes de mayor intensidad para un escritor es el momento en el que te sientas a escribir los agradecimientos de tu última obra. Y yo lo he hecho esta noche. Es curioso, al principio no sabes cómo empezar, las emociones se agolpan en tu cabeza, en tu corazón, hasta en tu barriga… Enciendo la música, mi lista de música inspiradora. Es increíble la fuerza que tiene en mí, es como si tras cada acorde saliesen las palabras.

Y en ese proceso que puede durar desde unos cuantos minutos hasta unas cuantas horas, recorres mentalmente todas aquellas personas que de una manera o de otra han estado a tu lado mientras escribías… todas vienen a ti, a veces incluso te sorprendes de los que aparecen. Es tan emocionante recordar esos momentos compartidos, retazos de una vida o quizá de una época corta de ella pero que sin ninguna duda llegaron, tocaron, y probablemente no se vayan ya jamás. Intentas buscar conexiones entre todos ellos, a veces las encuentras, otras no, no importa. Son tus “importantes”. Y da igual si los ves mucho o poco, si sabes cuál es su plato preferido o no tienes ni idea, lo que de verdad importa es que lo sientes.

Y para esto hay que parar de vez en cuando. Parar, callar y escucharse. Sentir ahí en el estómago lo que nos sienta bien y lo que no y, por supuesto, hacerle caso… Ese es mi empeño con mis hijos:

“Cariño, pero esto que me cuentas ¿qué te hace sentir?”

No me interesa el por qué ni el para qué, sólo quiero saber “el qué”. No hay que buscar una justificación a todo. ¡Tantas preguntas hay sin respuesta! No pasa nada. 

Me conformo con que aprendamos todos a saber identificar lo que nos mueve, lo que nos pone el vello de punta o lo que nos roba un suspiro porque en definitiva, es ahí, en esos instantes donde vive la tan anhelada felicidad que todos buscamos.

Me gusta preguntar a mis hijos cómo se sienten ante determinadas circunstancias y sus respuestas son verdaderamente reveladoras. El poner nombre a sus emociones les ayuda no solo a identificarlas y a asumirlas como algo que forma parte de ellos, sino también a canalizarlas y a aprender a gestionarlas.

Esta mañana venía a consulta un niño de 11 años que en los últimos dos meses había generado un miedo atroz a ir al colegio. Les pedí a los padres que nos dejaran un ratito solos. Me senté a su lado y empezamos a hablar. Me maravilló la manera en la que el protagonista encontró las palabras exactas para explicarme qué sentía, cómo lo sentía y lo que sufría. Todo su entorno había puesto el foco en el por qué. Pero eso a él no era lo que más le preocupaba. Hablamos del miedo, de los efectos que producían en nuestro cuerpo, del corazón que se nos sale del pecho, de las manos temblorosas, de las ganas de vomitar, del dolor de barriga, de los miedos que yo había tenido a su edad con sus mismos síntomas.

  • ¿Tú también? – me dijo saltando sobre la silla mirándome fijamente.
  • Pues claro- y le enumeré mi lista interminable de miedos.

Mantuvimos una conversación inspiradora. Cuando entraron los padres, nuestro protagonista estaba visiblemente más relajado. ¿Por qué? Porque se había sentido reconocido y eso, siempre es consuelo.

Cuando llegué a casa y le pregunté a mi hijo mayor si había salido a jugar al jardín, me dijo:

  • Hoy no he salido, mamá.
  • ¿Por qué? Podías haber salido a darle unos toques al balón- le contesté con mi afán porque respire aire fresco y disfrute del jardín de la urbanización.
  • Pues no, mamá. Hoy me apetecía quedarme en casa, tranquilito, he visto una peli y he estado tan, tan a gustito- Y me lo dijo con una cara de satisfacción plena. Y añadió:
  • ¿Sabes esos días en los que el cuerpo te dice que no hagas nada, que descanses? Pues hoy era uno de ellos.

No hubo lugar a la réplica. Mi hijo a sus nueve años tenía toda la razón del mundo. Su cuerpo le pedía descanso y le hizo caso. Punto.

Esta noche, mientras escribía los agradecimientos del libro que al fin verá la luz en febrero, me emocioné mucho. Ni quise, ni pude evitarlo, es mucho lo que he dejado entre esas lineas, en esas páginas, es mucho lo que he llorado con él. Lágrimas y palabras salían solas. Cuando llegué a mis hijos, recordé la conversación con Carlos y pensé:

  • Ojalá mi pequeño explorador de emociones escuche siempre a su corazón. Si lo consigue, nadie cambiará el mundo maravilloso en el que vive.

Y como por arte de magia, en ese preciso instante sonaba el estribillo de esta canción de mi lista que dice: “Nothing is gonna change my world, nothing is gonna change my world…”

Buenas noches…

 

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