El mundo se ha parado, pero la vida no. La vida de los que ahora mismo estáis leyendo esta carta, sigue y seguirá, con coronavirus y sin él.
Es tanto lo que debemos aprender de esta crisis, es tanto lo que hemos visto, sentido y escuchado en estas semanas, que sospecho que ninguno de nosotros volveremos a ser los mismos.
- Niños, esto saldrá en vuestros libros de historia. – les dije a mis hijos hace unos días en el desayuno.
Y a mí, a diferencia de muchas familias, los niños no me preocupan en esta situación, sé que ellos están y estarán igual de bien cuidados cuando todo esto termine. Los niños necesitan muy poquitas cosas para ser felices: ternura, cuidados y amor.
Lo que me preocupa es lo que en estas semanas muchos de nosotros hemos visto, hemos sentido y hemos vivido.
Personas muriendo solas.
Qué tres palabras ¿verdad? A mí como médico esto me desgarra, me abrasa, me duele. A mí esto… me mata. En esta profesión, nos preparan para salvar vidas, no para perderlas. Y menos aun, en estas circunstancias.
He escuchado infinidad de relatos en estos días de cómo los pacientes vivían los ingresos hospitalarios en la soledad, sin su familia y no he podido evitar viajar en el tiempo 37 años atrás.
La mente tiene estas cosas, nunca estás a salvo, por muy fuerte que te creas.
Siendo una niña, una sepsis meningocócica me mantuvo aislada, sola y atada en una cama de hospital durante diez interminables días y sus diez noches. Muchos ya conocéis la historia. Bueno, parte de la historia…
En estas semanas, he visto como mis compañeros se enfundaban en sus trajes para entrar y tocar a los enfermos de COVID-19. ¿Y sabéis qué? Que he recordado como a mí tampoco me tocaban, ni me acariciaban, algunos, ni entraban en la habitación, sospecho que por temor a infectarse.
Si os digo la verdad no recuerdo a quienes permanecían bajo el quicio de la puerta, ni a los que permanecían de pie a tres metros de distancia mirando mi cuerpo semidesnudo postrado en aquella cama. Lo que sí recuerdo vivamente es a quien se sentaba a mi lado, a quien me acariciaba el pelo, a quien me sonreía y a quien me leía un fugaz cuento cuando llegaba la noche y conseguía hacer desaparecer parte de los fantasmas que acechaban entre aquellas cuatro paredes. Estuve varios días sin visitas, nada. Sin tecnología, por supuesto, hablamos del año 1983, nada. Solo el personal sanitario y las nubes de mi ventana con las que jugaba inocentemente. Con el paso de los días, permitieron entrar a mis padres, solo ellos y solo una hora al día. El resto del tiempo sola… Como muchos ya habéis leído en alguno de mis libros, mis días se resumían en 23 horas de soledad y una hora de vida al día, la hora de visitas.
Desde el mismo instante en el que me dieron de alta, aquella experiencia hizo que persiguiera incansablemente mi sueño: ser pediatra para que ningún niño pasara por aquello otra vez.
No más niños solos en las habitaciones.
Estudié medicina con el firme convencimiento de cuidar, de escuchar, de aprender de mis pacientes, de acompañar en este camino, de ser la luz en mitad de la oscuridad y de no dejar nunca a mis pacientes solos.
Una niña de cinco años no debe aprender el significado de la soledad tan pronto pero así fue, y lejos de hacerme aun más pequeñita, me dio la fuerza necesaria para luchar descarnadamente por llegar a ser yo la de la bata que se sienta a pie de cama, la de la sonrisa perenne o la que lee un cuento fugaz a su paciente.
Y resulta que ahora, 37 años después, veo a pacientes morir solos, sin su familia, sin su gente, sin esa mano, sin esa despedida, sin nada y … me rompo en dos. Que nadie es invencible, los médicos tampoco.
No; esta no es la medicina para la que yo he estudiado. Lo siento, pero no lo es.
Así que cuando todo esto acabe, cuando lo sepamos todo del SARS-CoV-2, ojalá podamos abordar esto tan trascendental, tan básico y tan necesariamente humano.
Nadie está preparado para morir solo. Nadie está preparado tampoco para dejar el móvil encima de una mesa, clavar tu mirada en él y esperar a que el médico, a quien probablemente nunca has visto, te llame y te de la noticia.
- Pero Carmen ¿dónde estás? – le preguntaba a 950 kms de distancia.
- En el coche, aparcada, esperando.- me contestó con un hilo de voz.
- ¿Esperando a qué? Llevas muchas horas sin dormir, sin comer, sin beber. Vete a casa, necesitas descansar.
- Esperando a que me llame el médico y me diga que ya…- sentenció.
Galicia, hace tres semanas.
Gracias a todos por leerme. Recibid desde aquí el más cálido de los abrazos, el beso en la frente que todos necesitamos y el “lo vamos a superar” que tanto hemos escuchado en estos días.
Ya queda menos.