Ayer estuve en la playa. Sola. Salía de guardia. A las nueve y media de la mañana ya estaba allí, bajo una sombrilla y en una cómoda tumbona:
- Hoy sí- pensé- hoy alquilo sombrilla y tumbona. ¡Me lo merezco!
Y, a cual guiri en una paradisíaca playa del Mediterráneo, allí me tumbé, a la sombra, con mi música y mis sueños… Cuando cerré los ojos no había nadie a mi alrededor. Poco a poco, entre canción y canción, iba escuchando el murmullo de los primeros turistas ávidos de sol y sal.
A las 12 de la mañana ya hacía demasiado calor y decidí subir a casa. Justamente al contrario que mis “vecinos de sombrilla”, recién llegados de un caluroso Madrid que comentaban:
- Hoy que hemos alquilado sombrilla y tumbona, ¡de aquí no nos mueve nadie!
Sonreí al escucharles. Cuando estaba recogiendo, de pronto, presencié una escena que hizo que me tumbara de nuevo para seguir observando tímidamente.
A unos 10 metros de mí, había un padre que había llegado a la playa con su hijo. No alcanzaría los dos años. Sin duda, venía dispuesto a pasar un día inolvidable a juzgar por los bártulos que se había traído.
- ¡Pero si lleva media casa a cuestas! – pensé.
El entregado padre traía un carrito de hacer la compra, de los que se llevan al mercado para llenarlo de los mejores melones y sandías del verano; pero en lugar de comida, llevaba juguetes. ¡Cientos de juguetes! Un carrito el doble de alto que el propio niño rebosante de todo tipo de juegos: pelotas, cubos, palas, rastrillos, rejillas, caña de pescar, caballitos, anillas de colores, bolos… Un paraíso para cualquier niño.
Su padre, bajo un sol de justicia y sudando la gota gorda, vació el carrito entero en la arena. El niño no mostraba demasiado interés, de hecho, no mostraba ningún interés.
- ¿Qué está pasando? Si estuviesen aquí mis hijos ya se habrían abalanzado sobre esa montaña de fantasía traída por su padre a la mismísima orilla de playa – pensé.
Pues este niño, no. Miraba con cierto desprecio a sus juguetes mientras su padre insistía en que jugara con una, con dos o y hasta con tres cosas a la vez.
De pronto, amplié mi ángulo de visión y lo vi claro. A unos 7 metros había una niña, de su misma edad con un cubo amarillo y una pala roja, jugando ella sola, canturreando incluso. Parecía feliz.
Un cubo amarillo y una pala roja.
El niño se levantó y ni corto ni perezoso, señaló con el dedo al cubo amarillo y dijo:
- ¡Eso!
Se acercó a la niña y sin mediar palabra le arrancó el cubo de las manos:
- Para mí- sentenció.
La niña, le miró fijamente. Miró a su cubo amarillo ya en manos de aquel extraño. Miró a su pala roja y siguió jugando con ella. Una única pala roja. Y parecía feliz. Fue entonces cuando el niño lanzó el cubo sobre su montaña de juguetes donde llegué a contar hasta 5 cubos de diferentes tamaños y colores. No contento con su nueva adquisición se acercó nuevamente y le quitó a la niña la pala roja. La niña, lloró.
- ¡Te he traído montones de juguetes y tienes que quitarle a la niña los suyos! – gritaba rozando la desesperación.
El niño enfadado por la reacción del padre empezó a lanzar los juguetes al aire. Un rastrillo también amarillo, el más grande de todo el carro, casualmente, aterrizó en mi cabeza.
Al padre le faltaban palabras para disculparse.
- No te preocupes- le dije sonriendo- son cosas de niños- y le devolví “el rastrillo asesino”.
El padre, al borde literalmente de un ataque de nervios, cogió al niño y se lo llevó lejos sospecho que para que yo no escuchara los gritos.
La función había terminado.
- Eso me pasa por mirar – pensé mientras contenía la risa.
Cuando ya había recogido todas mis cosas: pareo, crema solar y capazo (El rastrillo casi me lo llevo también de peineta…) emprendí el camino a casa. Cuál fue mi sorpresa cuando me encontré en el chiringuito de la playa al padre tomándose una cerveza y a su hijo jugando. Jugando con el teléfono móvil de su padre. Y el carrito lleno de juguetes aparcado a su lado, intacto.
Subí pensando… y pensé mucho ¿Qué está pasando? ¿Les damos demasiado a nuestros hijos que ya no saben jugar con un cubo y una pala? ¿Tienen tantas cosas que ya no saben que querer?
Ahí lo dejo.
Seguid disfrutando del verano. Yo bajaré a la playa con mis hijos y…con nada más. ¿Qué es lo único que necesitaremos? Olas para saltar.