Llevo algo más de 10 años viviendo en Alicante aunque parece que fue ayer cuando me fui de mi Asturias natal a iniciar una nueva vida a casi 1000 kms de distancia del que había sido mi feliz hogar.
Me pasé parte de mi adolescencia y juventud renegando de la lluvia, del frío y del mal tiempo. Cuando salía un rayito de sol, nos lanzábamos a los parques y jardines a tumbarnos como lagartijas y recargar batería hasta la próxima vez que viésemos el cielo azul. Contaba los días para que llegara el verano e irme con mi familia o con mis amigos al “calorín” del Mediterráneo. Odiaba el blanco nuclear de mi piel y soñaba con conseguir un bronceado perfecto (nunca lo conseguí, mi genética germana sólo me ha permitido alcanzar un ligero tono tostado, ahora ya lo sé)
Cada vez que vuelvo a mi tierra, no hay año que no me digan no una, ni dos, sino muchas veces frases como:
Sin embargo cada alicantino que he conocido y que ha descubierto en mi hablar cantarín mis raíces astures, me dice:
- ¡Asturias! ¡Qué bonito! ¡Me encanta Asturias! ¡Qué verde y cómo se come de bien! ¡Qué buena gente los asturianos! Y que gusto dormir todo el año tapadito con la manta.
Sólo ahora, tras años de verde ausencia, es cuando disfruto plenamente de un día nublado, de 7 noches de 7 durmiendo bajo el calor del edredón, de un buen chuletón de buey sin importarme ni un pimiento las calorías que añadiré a mis curvas veraniegas; de celebrar como una niña una tarde de lluvia en la que lo más divertido que tenemos para hacer es recoger caracoles o saltar con mis hijos en los charcos de las “caleyas” de la aldea en la que veraneo…
Ayer regresé a Alicante. Los 30 grados del exterior al salir del tren cayeron sobre mí como una losa. El bullicio de los veraneantes, las cafeterías y los bares con el soniquete continuo del arrastrar de sus chanclas; las fachadas de las casas decoradas con toallas de playa y la arena hasta en el aire que respiro… todo ello tiñó de melancolía mi alma astur.
He dormido prácticamente desnuda, aun así, he pasado calor.
Esta mañana me he dado una ducha fría y antes de empezar a renegar injustamente del Alicante que tantas alegrías me ha dado, he frenado en seco, he pensado en mi infancia y como no, en la infancia de mis hijos y lo vi claro.
Cuando yo era una niña, la lluvia nunca supuso un problema. Mis padres me ponían las “catiuscas” o botas de agua, el chubasquero y a la calle. Cuando nevaba escuchaba a los adultos quejarse de las incomodidades de la nieve en la ciudad mientras mi hermano y yo lo celebrábamos con una gran fiesta: Ese día no tendríamos colegio porque los autobuses escolares no podrían subir hasta la escuela. En lugar de clase iríamos al parque San Francisco a hacer una guerra de bolas de nieve y a fabricar muñecos con nariz de zanahoria y sonrisa de botones viejos.
Los veranos en Benidorm a 40 grados a la sombra ¿y qué? Andábamos desnudos casi todo el día, lejos de los vestidos de volantes y los lazos que lucía los domingos en Oviedo.
Mis hijos son felices en Alicante aunque sea caluroso, aunque haya noches en las que empapen las sábanas de sudor, aunque no haya la gastronomía asturiana… ¡Les encanta la paella! Disfrutan de cada día de playa como si no hubiese mañana. Cuando suben a Asturias no piensan en el tiempo que hará, les da igual. Cazan lagartijas, mariposas, caracoles. Duermen largas siestas bajo las mantas, se ponen pijama de cuerpo entero…
Para bajar a la playa, atravesamos un precioso bosque donde llegar al mar es lo de menos y lo de más es aprender los nombres de los árboles, coger moras o ver a alguna ardilla despistada…
En definitiva, disfrutan del momento, el “Carpe Diem” con la que se nos llena la boca a los adultos y que tan pocas veces llevamos a la práctica.
Y es ahora cuando yo me pregunto ¿En qué momento perdemos esa maravillosa inocencia? ¿En qué instante dejamos de pensar en el hoy para programar el mañana? ¿Cuándo dejamos de disfrutar del hoy para seguir anclados en el ayer? ¿De verdad nos merece la pena?
Una vez más los niños nos muestran lo que verdaderamente importa. Está al alcance de sus manos…de las nuestras ¿vamos a perder esta oportunidad? ¿Otra vez? Yo no.
Os dejo por hoy, un tinto de verano con unos pescaditos fritos me esperan en el chiringuito de la playa, a 30 grados y con algún que otro mosquito ávido de sangre asturiana, sí ¿Y qué?