- No quiero más- dijo mi hija anoche con un hilo de voz y llevándose la mano a la barriga.
- ¡Qué raro! – pensé- la crema de calabaza le encanta.
Diez minutos después estaba arrodillada en el baño, vomitando, mientras yo le sujetaba la frente y le recogía el pelo amorosamente, exactamente del mismo modo que hacía mi madre conmigo en mis noches febriles.
- Mamá, por favor, duerme conmigo, que cuando estoy malita siempre tengo pesadillas.
- ¡Claro que sí, cariño!
Así que monté el “hospital de campaña”: cubo, toallitas, la fregona por si acaso, botellín de agua y grandes dosis de paciencia y serenidad para afrontar la larga noche que nos esperaba.
Aún vomitó dos veces más antes de poder tumbarnos en la cama, bien abrazaditas, con su cabeza sobre mi pecho.
- Mamá, es que cuando cierro los ojos vienen las pesadillas.
¡Cómo la comprendía! A mí me ocurría lo mismo, de hecho, aún me ocurre cuando estoy enferma.
- Te voy a enseñar un truco que aprendí hace mucho. Vamos a engañar a tus pensamientos. No somos lo que pensamos, cariño. Somos lo que sentimos. Así que tenemos que pensar en cosas bonitas para que eso genere en nosotros sentimientos bonitos. Si piensas en cosas tristes, estarás triste. Si piensas en cosas feas, sentirás feo. Y si piensas en algo alegre, sonreirás y sentirás alegría. Mira, en el móvil tengo una lista de música muy relajante que se llama “escritora escribiendo”. La pongo cuando necesito estar relajada y escribir bonito.
- Pero ahora no vamos a escribir, mami- me dijo llevando al pie de la letra cada una de mis explicaciones.
- Lo sé, cielo, pero sí vamos a pensar bonito y para ello, la música siempre ayuda.
Encendí la música y empezamos a canturrear las dos suavemente mientras le acariciaba el pelo aún empapado en sudor. No tardó en quedarse dormida. Yo aún estaba en alerta, hice un repaso rápido de lo que habíamos comido, de sus síntomas, escuché su respiración acelerada fruto de la fiebre y la sombra de mi profesión comenzó a merodear por mi mente.
Las siguientes horas discurrieron lentamente entre nauseas, vómitos, pesadillas, besos, caricias y algún que otro fantasma que intentó arrebatarme parte de mi valioso sentido común. No lo consiguió pero pensé:
¿Qué tiene la noche que todo lo nubla?
¿Será el silencio? Cuanto menos ruido exterior más ruido interior. Volví a encender la música inspiradora.
¿Será la oscuridad que llama a las sombras de nuestra maternidad? Encendí la lamparita de la mesita y la cubrí con un trapito rosa.
Vemos a nuestros hijos correr sin descanso, incombustibles, agotadores. Nos quedamos maravillados de su energía inagotable, de su resistencia, de su alegría vital, sin embargo cuando de pronto enferman y se apagan, cuando se acurrucan y se hacen pequeñitos, nos sentimos tan vulnerables. Y se nos olvida la bronca de la mañana por no beberse la leche, por no apagar las luces de la habitación al salir, por dejar correr el agua de la ducha durante minutos y minutos, de la siempre resistencia a sentarse para hacer los deberes. Nos olvidamos de la discusión por pegarse con su hermano, por gritar, por no recoger su habitación o por subirse al sofá una y otra vez con zapatos.
Se me olvidan sus portazos, sus pataletas y sus “mamá, ya no te quiero”.
Todo se me olvida y la quiero más aún, si cabe. Y aunque no duerma en toda la noche, aunque al día siguiente coja un avión para dar una conferencia en Ibiza y al siguiente otro a Barcelona para asistir a la gala del premio Planeta, aunque me pise las ojeras y me duerma por las esquinas, me siento fuerte, me siento muy fuerte. El peso de la responsabilidad de cuidar de ella y de su hermano me da la fuerza que necesito y sí, me siento indestructible.
Cada vez que paso una noche así, echo la vista atrás y recorro mentalmente todas y cada una de las noches que he velado el sueño agitado de mis hijos, en mi cama, en la suya, en la cama de un hospital… y les miro en la penumbra de la habitación y cuento sus lunares, sus pestañas. Observo sus dedos aún pequeñitos y regordetes, los beso. Huelo su piel, su pelo y en este duermevela, doy gracias por lo que tengo.
6.45 am. Suena el despertador. Tengo la sensación de haberme dormido hace tan solo unos minutos.
Me levanto como con un resorte, sin pensar. La miro una vez más, le beso la frente y compruebo que no tiene fiebre, su respirar tranquilo me dice que está soñando bonito y lentamente salgo de la habitación dispuesta a darme una ducha revitalizante y tomarme un café doble. Antes de salir escucho un “¿Mamá?”
- Sí, cariño, aquí estoy- deshago mis pasos para volver al borde de su cama y sentarme unos minutos más a su lado. Cojo el cubo ya de forma instintiva y busco con la mirada las toallitas.
Pero esta vez no quería vomitar, ni las pesadillas habían alterado su sueño, ni los escalofríos le habían despertado; esta vez sólo quería decirme una cosa.
- Gracias por cuidar de mí esta noche- me besó en la mano, se dio la vuelta y siguió durmiendo.
No sé si estaba despierta o dormida, no sé si lo soñó o verdaderamente lo sintió, solo sé que con esas palabras casi susurradas, me acarició el alma, me alegró el día, la noche y la vida.
Sí, porque sin ninguna duda, ellos son… lo mejor de nuestras vidas.