Cuando estábamos a punto de terminar la consulta, la madre le pregunta a su marido.
- ¿Qué más? ¿Qué más? ¿Se nos queda algo en el tintero? ¿Tú no querías preguntarle lo de los juguetes?
- ¿Juguetes?- pensé rápidamente.
- ¡Ah sí! ¡Cierto! Los juguetes. Nuestra hija no puede tener más juguetes, pero es que además no solo no le entran en la habitación sino que además no les hace ni caso. Que se ha portado bien, un juguete; que vienen los abuelos, un juguete; que viene su tío, un juguete… ¡Estoy agobiado! ¡Algo estamos haciendo mal!
No nos damos cuenta pero premiamos continuamente a nuestros hijos con objetos materiales o con comida:
- Si te portas bien en la consulta, te compraré el huevo kínder- escuché ayer mismo a una madre. Sus palabras me rechinaron tanto como cuando al profesor se le iba la tiza en el encerado y hacíamos todos “Sssssssss” tapándonos los oídos y apretando con fuerza la mandíbula.
- ¿Te gusta el cochecito que tiene aquí Lucía? Venga, si no lloras, ahora mismo vamos a por uno.
- Este fin de semana vienen los abuelos, si os portáis bien os comparé un regalo.
- Papá y mamá se van de fin de semana, si sois buenos os traeremos muchos regalitos.
- Si sacas buenas notas tendrás lo que pides.
- Si te comes todo lo del plato, tendrás un premio.
- Si te callas y dejas de llorar, te daré las galletas de chocolate.
O peor aún, en ocasiones he escuchado:
- Cariño, anda, haz lo que te he pedido, no me hagas repetírtelo más veces.
- Vale, mamá, pero ¿Qué me das a cambio?
¿Qué os parece? Vivimos en una sociedad consumista en la que ya no se reparan las cosas sino que simplemente se reemplazan, se compran otras nuevas. Nuestros hijos no valoran la cantidad de juguetes que tienen ni mucho menos el esfuerzo que supone comprarlos. Hace tiempo que me negué a hacer regalos porque sí a mis hijos, o al menos grandes regalos. He descubierto que con los pequeños “detallinos” que les traigo a los niños cada vez que viajo, he hecho de ellos unos fetichistas en potencia.
Ambos tienen una estantería con “recuerdinos”: un imán de un viaje a Barcelona que dice “Los besos, todo lo curan”, un pequeño troll de los deseos para hablar con él por las noches antes de acostarse, una bonita postal que les recuerde el precioso lugar que hemos visitado y al cual quizá no volveremos o un marcapáginas para que, cada vez que leamos un cuento, se acuerden de mí. Aunque lo que más me gusta es regalar experiencias.
- Chicos, os habéis portado tan bien y mamá está tan contenta que os voy a regalar una tarde de cine juntos! – los niños dan botes de alegría, muchos más que si les hubiese regalado el último modelo de su juguete favorito con el que jugarán dos, a lo sumo 3 días antes de enterrarlo en el “baúl de los juguetes muertos”.
- ¡Estoy tan orgullosa de ti por el esfuerzo que has hecho que hoy, tú y yo, nos vamos a comer para celebrarlo!
Tenemos que premiar el esfuerzo más que los resultados, y premiarlo con tiempo juntos, tiempo del bueno, en exclusiva, de calidad.
- Hoy has hecho todos los pipís en el baño, ¡como los niños grandes! Eso se merece una tarde juntos en el sofá viendo el último capítulo de la patrulla canina! ¿Vamos?
No hay mejor regalo para nuestros hijos que el tiempo.
Cambiemos el chip, cambia lo material por lo emocional. Hace unos días, mis hijos entraron en mi habitación una mañana de domingo. Intentaron ser todo lo silenciosos que pueden ser unos niños de su edad, que es poco, pero yo me hice la dormida. Cuando sus caritas estaban frente a la mía, cuando pude sentir su respiración sobre mí y sus risas contenidas, entonces abrí los ojos:
- ¡Qué sorpresa más bonita! ¡Los dos aquí! ¡Buenos días, chicos!
- Buenos díassssss- gritaron los dos a la vez.
- Hoy tenemos un regalo para ti- se adelantó mi hija, la portavoz de la familia.
- ¿No me digas? – le dije abriendo los ojos de par en par mientras le apartaba un mechón de pelo de la frente.
- Siiii- añadió mi hijo- ¡te hemos preparado el desayuno!
Y efectivamente, habían puesto la mesa, con el mantel que a mí me gusta, habían cortado fruta, de aquella manera, pero lo habían hecho; habían tostado hasta el pan y habían intentado incluso hacerme un café en la cafetera aunque de café tenía poco (sospecho que se les olvidó la cápsula). No importaba, me supo a gloria.
- Se están haciendo mayores- pensé con añoranza mientras saboreaba un café sin café y unas tostadas sin tostar.
- Es que las sacamos enseguida mami, para que no se nos quemaran- intentó explicarse mi hija.
- Son las mejores tostadas que he tomado en mi vida, cariño. ¡Gracias por este súper regalo!
Sus caras no podían reflejar más felicidad, más orgullo, más grandeza. Sí, se sentían grandes porque habían hecho algo grande.
Así que ya tengo por costumbre cada vez que salimos a comer decir: “venga, hoy salimos a comer, hoy invita mami”. Y realmente lo ven como un regalo y no como un derecho a salir a comer los fines de semana.
Desde aquí reivindico también los regalos emocionales con nuestras parejas: un fin de semana fuera de casa, una noche por ahí perdidos, una cena sorpresa, un bono canjeable por un buen “masaje casero” (que es gratis); un vuelo low cost a cualquier lugar, ya buscaremos más adelante el hotel, un minicurso de catas de vinos, lo que sea, pero que sea inolvidable.
Porque una olvida todos y cada uno de los regalos materiales que ha recibido durante sus cumpleaños, pero lo que no olvidamos son los momentos que nos han conmovido, que nos han hecho sentir y que nos han emocionado. Esos permanecen en nuestra memoria intactos, inquebrantables y ajenos al paso del tiempo.
¡Feliz verano!