Al fin ha llegado el momento: Estoy de parto.
- Lucía, las cosas vienen difíciles. Sé que llevas toda la noche con contracciones, vomitando y con mucho dolor. Lo sé. Sé también que la epidural no ha ido como esperábamos y que estás agotada, pero necesito que eches el resto. Ya es la recta final. ¡Tu hijo necesita salir y necesita salir ya! Él también está exhausto.
Apenas podía hablar. Las palabras no salían de mi boca. Las contracciones eran tan frecuentes y tan intensas que no me daba tiempo a recuperarme entre una y otra. A pesar de estar experimentando el dolor más intenso que había vivido hasta el momento, lo que de verdad me robaba el aliento, lo que me impedía pronunciar una sola palabra, era el sonido del monitor, el latido del corazón de mi hijo: su frecuencia cardiaca bajaba y mi angustia crecía.
¿Cuántos partos había asistido antes de experimentar el mío propio? ¿A cuántas madres había escuchado gritar en expulsivos prolongados? ¿Cuántas mujeres me habían cogido de la mano mientras yo les alentaba a empujar más fuerte?¿Cuántos bebés había cogido en brazos antes incluso que sus propias madres? ¿Cuántos había visto nacer?
¿Cuánta vida había tenido entre mis manos?
Cientos de madres, cientos de niños y mucha vida en todos ellos… Pero aquel era mi parto. Y nada era como me había imaginado.
- Lucía, cielo, vamos a hacer “una prueba de parto”. Ya sabes lo que es: Lo vamos a intentar y si vemos que hay peligro, haremos una cesárea. – me dijo Nieves, la ginecóloga, con determinación.
Acto seguido, lanzó una voz a su espalda:
- Id preparando el quirófano para una cesárea. ¡Rápido!
- ¿Cesárea?- pensé- ¿Cómo que cesárea? Llevo 10 horas con un dolor insoportable, vomitando entre contracción y contracción, imaginando a cada minuto ver la cara redondita de mi hijo salir de mí, ¿y ahora todo va a terminar con una cesárea?
En esos momentos no era capaz de razonar. No era pediatra, no era médico, no pensaba en el criterio de la ginecóloga, solo pensaba como madre y en el parto que yo me había imaginado. Porque aunque aún no había nacido mi hijo, yo ya era madre. Así que antes de que Nieves abandonara mi habitación le dije:
- Nieves, ¡Voy a parir! ¡Vamos a ello! ¡Voy a parir! ¡Déjame intentarlo, por favor! – y al instante vino la siguiente contracción que me arrancó el habla.
La ginecóloga desapareció tras la cortinilla. Podía percibir el revuelo que se había organizado; todo el mundo corría. Y lo curioso del caso es que yo misma había corrido en multitud de ocasiones en situaciones similares, pero evidentemente, esta era diferente; era la mía.
Todo estaba listo. La ginecóloga en su sitio, la matrona a mi izquierda, mi marido a la derecha:
- Todo va a salir bien, todo va a salir bien- me repetía mi marido una y otra vez con un hilo tembloroso de voz mientras me acariciaba dulcemente el pelo con unas manos igualmente temblorosas.
La mirada cómplice de mis compañeros pediatras me reconfortaba, les sentía cerca, muy cerca. Con los ojos inundados en lágrimas les suplicaba que estuvieran preparados, les necesitaba.
- ¡Vamos a ello Lucía! ¡Empuja!- gritó la ginecóloga- ¡Empuja fuerte y seguido! ¡Vamos!- grito más aún.
Y empujé, y empujé y empujé tanto que se me iba el alma… Pero no era suficiente.
- ¡Forceps, dadme unos fórceps! – de nuevo la voz firme de la ginecóloga retumbaba en mis oídos.
Y seguía empujando y cuando creía que no me quedaban fuerzas, empujaba aún más fuerte.
En un momento determinado, tras varios pujos fallidos, levanté la vista y vi a Nieves, con la frente perlada en sudor levantar la mirada y hacerle un gesto a la matrona.
- Cesárea no- suplicaba yo mentalmente entre sollozos contenidos- cesárea no…
- Te voy a ayudar, Lucía. Te voy a ayudar mientras Nieves lo saca. ¡Vamos a parir ya! – y antes de que terminara de pronunciar la última sílaba, me cogió fuerte de la mano, me apretó y gritó:
- ¡¡¡¡Empuja!!!!
Y empujé, y grité y sentí, sentí tanto y tan grande. Y al fin, suspiré.
La matrona se hizo a un lado, levanté la cabeza, no escuchaba a mi hijo. La angustia se apoderó de mí, bien sabía por qué no lloraba y sentí miedo, mucho miedo. Un miedo aterrador.
- ¡El bebé con la pediatra! – gritó Nieves señalando a mi compañera que esperaba preparada por si tenía que reanimarle.
En ese instante, y aún no me explico por qué lo hice, dije:
- No; el bebé con la mamá. ¡El bebé conmigo!
Mi compañera de profesión asintió con una sonrisa llena de luz. Todo iba a salir bien, ahora sí que lo sabía. Inmediatamente me pusieron a mi hijo sobre mi pecho desnudo, mis manos bañadas en sudor acariciaron su cuerpo ensangrentado y lloré, lloré de emoción mientras repetía una y otra vez su nombre:
- Carlos, Carlos, Carlos mi amor… estás con mamá.
Y en ese preciso instante, en ese momento único e irrepetible, ocurrió:
Mi hijo rompió en llanto…un llanto maravilloso que le devolvió a la vida.
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