• Buenos días Lucía, hoy vengo sin niño. Solo.

Entró en la consulta despacio, no como suele entrar él que es un torbellino; no, esta vez sus andares le delataban. Porque tras años tratando con familias no solamente conozco a los niños, también conozco a sus papás. Con algunos de ellos, solo me hace falta un vistazo rápido para saber si están bien, regular o mal. Hay familias con las que estableces una conexión especial y esta era una de ellas desde los ya 5 años que venían a verme en cada revisión de salud y en cada enfermedad de alguno de sus hijos.

Sus manos llenas de informes y papeles, su bandolera cruzada como siempre y sus ojos mirándome fijamente desde el mismo instante en el que se sentó en la silla.

  • Diagnóstico confirmado. – soltó a bocajarro con un ligero temblor de mandíbula.

Yo lo sabía desde hacía unas semanas, ellos también pero les faltaba creérselo de verdad. Y esto no ocurre de la noche a la mañana. Paciencia, respeto y acompañamiento, esto es lo que yo he aprendido en estos casos.

  • Desde el primer día que empezó con esto, no te gustó Lucía. No quisiste asustarnos, ni preocuparnos en exceso, pero al igual que tú nos conoces a nosotros, nosotros también te conocemos a ti y cuando entré con el peque aquella mañana tumbadito en su carrito y vi tu cara lo supe. “Aquí pasa algo”.

Y así fue. De golpe y porrazo todas las otitis de su hermano mayor, su operación de drenajes timpánicos, sus episodios febriles, sus faltas continuas al colegio por culpa de los mocos y los catarros, las noches sin dormir, las peleas entre hermanos, los celos, todo… pasaron a un segundo plano. Todo eso se hizo pequeñito en comparación con el viaje que estaban a punto de emprender con su hijo menor que no había cumplido aún los dos años.

Y de nuevo la vida, haciendo de las suyas, improvisando.

Nada está programado, nada es como nos lo habíamos imaginado y sí, desgraciadamente aprendemos de los golpes, de las caídas, de los túneles y de las dificultades. Ahí es donde está el verdadero aprendizaje de vida.

Con la serenidad que le caracteriza me explicó lo que le habían dicho los distintos especialistas que le habían visto. No había ninguna duda ya. Diagnóstico confirmado.

Hablamos mucho de lo que es una enfermedad crónica en un niño pequeño, lo que le supone a él y al resto de la familia, de la carrera de fondo que empezábamos justo esa mañana. Hablamos de la esperanza, de los avances de la medicina, de la eficacia del tratamiento que ya estaba tomando, de lo feliz que era el niño a pesar de todo, ajeno a lo que estaba sucediendo. Contesté una a una la lista de preguntas que traía apuntadas, muchas de ellas, preguntas sin respuesta aunque las palabras de consuelo muchas veces son suficiente para ir llenando vacíos y encender pequeñas luces entre tanta oscuridad. Él asentía, tomaba notas y respiraba profundo.

No hubo bromas ni chistes esta vez, y es que este padre era y es, la alegría de las mañanas cuando viene a la consulta. Siempre sonriendo, siempre dando las gracias, siempre bromeando. Y siempre, siempre nos saca no solo una sonrisa, sino carcajadas a todos los que le atendemos. Sin ninguna duda nos alegraba a nosotros y alegraba al resto de su familia. Él era el fuerte, el bastión de su casa.

Pero esa mañana se había quitado todas las capas y tan solo era un padre al que le habían diagnosticado a su hijo de 20 meses una enfermedad crónica. Un padre devorado por el miedo, la incertidumbre, la responsabilidad de llegar a casa y que su mujer agotada de tanto trabajar, de tanto luchar, no se viniera abajo.

Mantuvo el tipo, hablamos tranquilamente y sin dramas. Sonreímos incluso en un par de ocasiones. Yo sabía que esa mañana el resto de padres de la lista pagarían el retraso que llevaba, pero sin tener que dar una sola explicación, esperaba y deseaba que lo entendieran. “Hoy por ti mañana por mí” Y hoy le tocaba a este papá.

Cuando terminamos, se levantó de la silla. Me levanté para acompañarle a la puerta y cuando ya tenía su mano sobre el pomo, se dio la vuelta y me dijo:

  • ¿Y se supone que yo debo ser el fuerte, Lucía?

Y rompió en un llanto sereno que me conmovió. Sin secarse las lágrimas, ya nada importaba, me dijo:

  • Tú sabes que yo paso muchas horas solo en mi trabajo. Muchas. Últimamente me encuentro trabajando y llorando. Y todo, sin darme cuenta… Ya no puedo más, Lucía.

Y cuando un padre así, con  todo lo grande que es, se viene abajo y lo ves llorando como un chiquillo, tus recursos de médico se quedan tan cortos que es cuando tiras de corazón.

Conteniendo las lágrimas, con una sonrisa de labios apretados, le puse la mano en el hombro. Él me recibió con un abrazo. Y así estuvimos unos segundos hasta que se tranquilizó.

  • No tienes que ser el fuerte.- le dije.- Aquí no hay fuertes ni débiles. Tienes que ser, simplemente. Y si has de llorar junto a tu mujer, lloras. Y si te tienes que dar cabezazos contra la pared, te los das. Pero déjalo salir. Haz piña con tu mujer y remar a una. Unos días serás tú el fuerte y otros será ella, pero permaneced unidos. Lo vais a conseguir.
  • Gracias Lucía, no sabes lo que significan tus palabras para nosotros.

Y se fue.

Cuando me monté en el coche de vuelta a casa y puse la música, pensé: Si ya es difícil la crianza sin tener problemas mayores, qué complicado se hace cuando la vida te golpea donde más duele. Porque nosotros aguantamos lo que nos echen, ¿verdad? ser padre te hace casi indestructible, pero si son ellos los que sufren, todo se desmorona, al menos temporalmente hasta que coges todos los trozos y rehaces de nuevo el camino por el que avanzarás junto a la gente que está a tu lado incondicionalmente. Y en esta reflexión de pronto sonó esta canción maravillosa “People help the people” que hoy se la dedico a esta familia. “Gente que ayuda a gente”, porque al fin y al cabo, se trata de esto, de ayudar, de tender la mano y de no dejar caer.

(Este es un extracto de uno de los capítulos de mi libro “El viaje de tu vida” que puedes pedir aquí)

Dra. Lucía Galán Bertrand. Pediatra y escritora.

 

Hasta la próxima.

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